En todo amar y servir

Cuando este joven estudiante de medicina decide emprender viaje al Santuario de Lourdes a mediados de los años 20, no pasaba por su cabeza llegar a ser uno de los religiosos más relevantes de este siglo. En este santo lugar asiste a más de una curación milagrosa y al contemplarlas siente a Dios tan cerca que no puede resistirse a su llamada. Al año siguiente, Pedro Arrupe ingresó en la Compañía de Jesús, en el noviciado de Loyola. La irrupción del Padre Arrupe representa la lucha infatigable para abolir todas las injusticias que pesan sobre la humanidad, que va estrechamente unida a la proclamación de nuestra fe en Dios. Se trata por tanto, de una vuelta a los orígenes con los que nace la Compañía, un regreso a los principios que tan bien se reflejan en la oración ignaciana:

“Tomad, Señor y recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta, sin que os pida otra cosa”

Estas palabras se dejan sentir en todos los actos que realiza a lo largo de su vida. Un ejemplo claro lo encontramos en su viaje a Japón, donde será un espectador de excepción de la terrible explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima. De sus vivencias nace un libro: “Yo viví la bomba atómica”, en el que narra como más de ciento cincuenta personas, abrasadas por la radiación, fueron atendidas por la comunidad religiosa que estaba a cargo del Padre Arrupe, y que apenas contaba con medios y elementos para hacer frente a semejante empresa. Con posterioridad a ésto, y después de una larga trayectoria en el lejano oriente, el Padre Arrupe sería nombrado general de la Compañía de Jesús (1965). Nos encontramos ante un momento histórico, porque desde que en 1540 el Papa Paulo III confirmara la fundación de la Compañía de Jesús y San Ignacio de Loyola se convirtiera en el primer general de la misma, ningún otro español había ostentado este puesto.

Desde esta fecha el Padre Arrupe comenzó a colocar una piedra tras otra de lo que sería el futuro edificio de la Iglesia moderna. Una concepción futurista, arriesgada, pero que nunca iba a dejar de lado a los más necesitados, o lo que es lo mismo, a la gran mayoría de los fieles que hacen que esta institución pueda seguir viva. Esta idea es el futuro de la Iglesia actual, la meta a la que debe dirigirse.